Monólogo sobre la ridiculez Hollywoodense de nuestros tiempos

- ¡Pero tu eres mi hermana Drubeska!, no nos podemos casar- vomita al aire el solitario actor en su musa fermentada,
Las luces arropan el escenario con la perversión de desnudar a la persona desorientada que no sabe lo que está ocurriendo, pero que, como le enseñaron desde pequeño: El Show debe continuar. Por eso continua viviendo como lo ha hecho siempre, continua aprendiéndose los libretos de memoria, estudiando cada coma, cada punto y aparte que le ha sido dado para ser aprendido, continua improvisando, continua respirando porque no se da cuenta de ese pequeño detalle: respira. Tiene que ponerle un nombre al Director que desconoce, pero que está detrás de todas esas luces, para que todo tenga un sentido y un orden. Sí, sí, sí, sí, sí, claro que está ahí. La mirada puede tocar su cuerpo, lo acaricia por cada rincón inédito con morbo, con asco, con miedo.
-¡Dubreska yo te amo!-grita llorando- No mueras, no mueras, no...
La improvisación ahora es real, siempre ha estado escrita en el libreto. El silencio es quebrado con inminentes aplausos.¡Bravo!, ¡bravo!- gritaba la gente extasiada. Pero el actor sigue llorando, todo es real, no es momentos para aplausos. Los Bravos son ahora ecos que rebotan por todo el lugar, la mirada del director se vuelve más malvada de lo común envolviendo el lugar en algo inhóspito, repugnante. En el momento más puro de su ira, como pudo lanzó la silla hacia donde estaba el Director sabiendo que iba a atinarle. Las luces se apagaron al compás de los vidrios que rebotaban en camara lenta por el piso.
- ¿Qué es esto?- dijo confundido al salón vacío-
Le había atinado al espejo que no había percatado, pero que había estado desde siempre. No se había dado cuenta que el Director era él mismo, era el dueño de su propia película, era el dueño de su propia vida.